lunes, 4 de junio de 2007

Capítulo III: El vestíbulo



- Me verás caer… - Cantaba yo mientras caminaba por la ciudad en ruinas.

Ya estaba cansado de esquivar postes, tubos, y demás construcciones dobladas.
Me preguntaba el cómo de tantas cosas. ¿Cómo podía pensar estando muerto? Estaba seguro de que ese golpe no me podía haber dejado con vida - … por la ciudad de la furia…- y seguía cantando.
Las ausentes respuestas me atormentaban. Este lugar. La realidad. ¿Era esto real? Lo que veo, ¿Soy yo? - … donde todo es parte de mí…

¿Existía una posibilidad de estar vivo?

Me castigué por esa pregunta. Estaba prohibido aferrarse a esa alternativa. Tenía que aferrarme solo a lo que veía, por más irreal que fuera. Una metrópolis descolorida cuyo horizonte era un negro absoluto. Negro al cual yo me abría paso entre una selva de metal. Nada de esto me importaba demasiado. Solo quería fumar. - … Y yo soy parte de todo.

La playa se acercaba.

Algo curioso pasó entonces. Llovía. No agua. Ceniza. Me dolía mucho la espalda. Aquí, por el medio, debajo del omoplato. Y llovía ceniza. Como si un viento hubiese pasado barriendo los techos de los edificios. Lo cual era imposible ya que allí no había viento. No se movía ni una hebra de mi cabello.

Ya no quiero ver más ciudad. Mi espalda duele mucho.

Mucho.

Tengo que descansar.


Después de haber estado sentado un tiempo inmensurable, descansando en el suelo de ceniza viendo a la misma nieve caer, me incorporé. El dolor en la espalda no se había ido, pero tenía que seguir ¿Tenía que seguir? ¿Para qué? ¿Para donde? – La playa… esta allá.- Me levanté. Asombro.

Ya la ciudad no era ciudad.

Me volteo, allí están los edificios, detrás de mí. Delante de mí solo esta una playa blanco negra que se extiende en un horizonte con rastros de color. Era una escena mal coloreada por un niño de 3 o 4 años que aún se sale de la línea negra. En la orilla descansaba un barco de madera. Lo suficientemente grande como para creer que no podía navegarlo solo. El dolor crecía. - Mucho menos con este dolor.
Nunca en mi vida había investigado sobre barcos. Supongo que en algún momento me entró curiosidad, como siempre, de leer sobre ellos. Hasta es posible que me haya comprado un libro sobre ellos y lo haya dejado en mi mesa de noche, para que luego pasara a la biblioteca, para luego pasar a una caja y finalmente ser vendido. No, no sabía nada de barcos de vela, pero seguramente se necesitaba más de un hombre para navegar un navío del tamaño de un edificio. Si no era así, la palabra “tripulación” entra en la gran lista de palabras inútiles.

Me monté de todos modos. Una tablilla se extendía desde lo que debía ser babor hasta la arena. Al caminar sobre su rechinante superficie podías detallar la pobre estructura del barco. Madera muy vieja, blancas telas rotas por toda su extensión y varios mástiles, 2 de ellos rotos. Aun no sé si en verdad esos bastos rotos eran mástiles, pero en ese momento no me parecieron otra cosa.
Allí estaba el amarre de la vela. Era el único amarre visible. Solté el nudo. La vela se extendió con un sonido seco, como el de las banderas al viento. – Cierto… no hay viento - Y fui a ver dónde estaba el timón. Siempre me gustaron los timones de barco.

Ciertamente era un timón extraño. Era grande: lo más bajo llegaba hasta casi tocar la cubierta, lo más alto llegaba hasta mi pecho. Su centro fue lo que me llamó más la atención. Un disco de madera, pintado con vivos colores con una escena celestial: un firmamento en ocaso, rojo y amarillo, con las primeras estrellas de la noche; y en sus bordes dos ventarrones blancos a encontrarse. Lo toqué. Se cayó. Lo recogí. Detrás tenía dos bandas de tela negra: era un escudo. - ¿un escudo?... – No tenía yesquero que sirviera para encender un cigarrillo, pero tenía un escudo -… útil.

Me senté y esperé a algún viento.

“Peter Pan, tengo que crecer, pero te regalo esto”

No sé. En verdad no sé por qué vinieron esas palabras a mi mente.